Mi Testimonio:
Cuando era niña me gustaba jugar y me gustaba soñar.
Y en mis juegos con otros niños seguíamos a héroes imaginarios que nos capitaneaban hacia mundos fantásticos, defendiéndonos de peligros y abriéndonos paso entre mil obstáculos.
En mis juegos solitarios y en mis sueños surgían también infinidad de personajes que llenaban de fascinación y de color mis largas tardes. Dialogué con ellos muchas veces, en voz alta o en mi mente, y se convirtieron en los compañeros más reales de mi infancia.
De entre ellos recuerdo especialmente a uno, que visitó mi imaginación una noche de miedo, acudiendo para calmarme con dulzura entre mis pesadillas. Era un ser de colores radiantes y de bondad casi maternal, pero valiente como guerrero y más sabio que todos mis profesores. Vigiló mi sueño y desde entonces estuvo muchos años a mi lado.
Vivió conmigo secretamente y cuando, con el tiempo, me hablaron los grandes de religión, de ángeles y de dioses, de seres todopoderosos y perfectos, me pareció indudable que aludían a mi compañero interno.
Así, comencé a orarle y a establecer mis ritos de comunicación con él. Su presencia me resultó tan familiar que me acostumbré a invocarlo cuando necesitaba apoyo y a agradecerle entre mi carcajeo alegre.
Esto reforzó nuestra peculiar relación, conmoviéndome profundamente cada vez que su imagen luminosa venía a mi imaginación.
Por su parte él también se hizo más diestro y tuve la impresión de que no sólo acudía en mi ayuda, sino que además me aconsejaba para poder dar una mano a otros que lo necesitaran. Era mi modelo, mi ejemplo y muchas veces actuaba como intermediario facilitando una reconciliación.
Siguió la vida y ese ludismo ingenuo, lleno de maravilla y fantasía, se diluyó con el transformarse de mi cuerpo.
Mi adolescencia fue un oscuro cuestionamiento existencial, preguntas lanzadas y un retumbar de ecos sin respuestas. Sombras, enigmas y encrucijadas que, entremezclando el pasado con el futuro, me situaban en un presente confuso.
De sus pedestales se derrumbaron con alarmante estruendo mis creencias más sólidas y los héroes infantiles perdieron su mágica influencia. No hubo padres, ni maestros, ni autoridad alguna contra la cual no irrumpiera en rebelión mi disconforme juventud.
A tientas, como una ciega, transité por ese pasillo estrecho que terminaba con mi niñez. Túnel de cambios físicos que tambaleaban mi manera de ser y que, sin embargo, me llevaba lentamente hacia el reencuentro conmigo misma.
Entre los pliegues de mi corazón (muy profundo dormido dentro de mi), un día sorprendí a mi amigo interno.
Y no teniendo otro bastón en que apoyar mi crecimiento, con fe y humildad acepté su orientación, y entonces él actuó como un verdadero Guía.
Y fue como un renacer y emprender el vuelo de nuevo, ya que desde el fracaso me levanté a abrazar la causa más digna: la de la superación del sufrimiento en mí y en otros. La causa solidaria que resuelve todo aquello que genera contradicción y abre un futuro unitivo y pleno para todo ser humano.
A la causa que abracé en mi temprana juventud he dedicado mi vida. Enarbolando la bandera que proclama un futuro sin sufrimiento para la humanidad, he recorrido continentes enteros.
Sí, he llevado este mensaje de liberación hasta los confines de nuestro planeta y he visto unirse a la tarea de Humanizar la Tierra a gentes de las más diversas razas y culturas.
Y entre todos estos nobles voluntarios las diversidades han ido confluyendo para enriquecer la construcción de una realidad social distinta.
Es esta causa solidaria la que ha permitido a cada uno dar dirección a su fe y, se tratara de ateos o creyentes, todos llegamos a advertir la utilidad de un guía interno.
Es más, simultáneamente a la difusión de un nuevo punto de vista sobre la vida, fuimos creando ámbitos apropiados para el desarrollo personal y allí cada cual buscó en silencio una comunicación profunda consigo mismo, hasta dar con sus propios modelos y llegar a configurar esa suerte de arquetipo orientador.
Fue así como pasé del empirismo intuitivo al trabajo intencional y sostenido con mi Guía, y fui fundamentando cada paso que di en la comprensión de los mecanismos síquicos, en el estudio detenido de las imágenes mentales y en la corroboración de lo útil que resulta poderlas manejar.
Y mientras más cuidadosamente me apliqué en las técnicas de configuración de mi Guía interno, mayor fue la conmoción que su presencia me suscitó y también mayor fue la ayuda que me prestó cada vez que sintiéndome en necesidad, invoqué su reconfortante imagen.
Fue en aquellos grupos de trabajo organizado donde fui adquiriendo conocimiento y pericia acerca del mundo interior.
Y cuando se trató de configurar al Guía, comprendí la necesidad de distinguir un sentimiento de otro y dejar que mi corazón se orientara hacia las imágenes que mayor conmoción le producían.
Con mucha benevolencia hacia mi misma, dejé que fluyera y que creciera un agradecimiento en mi interior, mientras mi mente iba rozando distintas posibilidades. Rondaba alrededor de los modelos de mi pasado, revisaba los ejemplos fuertemente orientadores, acercándose y alejándose de la imagen que buscaba.
Pero era el sentimiento conmocionado y alegre el que, como un hilo conductor, me llevaba a entregarme a la imagen de un Guía.
Y deseándola, atendiéndola, cuidando mi actitud y acallando todo ruido, fue que una vez mi corazón pudo darle un nombre.
Y entonces, al nombrar a mi Guía, como un imán este sonido atrajo su figura. Rindió casi tangible su presencia, precisó su rostro y definió sus manos. Develó ante mí ese modelo escondido más allá de mi conciencia y sentí que sí, que era aquella la imagen que desde tanto buscaba y que profundamente desde siempre conocía.
Pero fueron necesarias la paciencia y la permanencia, fue necesario desechar todo forzamiento y reiterar muchas veces el contacto establecido, apelar a su presencia para poderlo visualizar y visualizarlo de nuevo para sentirlo mejor. Hasta que se configuró bien esa imagen protectora y pude contar con ella en la vida sencilla de todos los días.
En momentos de gran soledad, cuando todas las personas en las que había confiado me fallaron, cuando deambulaba sin afecto y sin comprensión, cuando en mi encierro me sentía prisionera de mis propios muros y me era imposible abrir un canal de comunicación con nadie, viniste tú, Guía, y acompañaste con tu suave presencia esa oscura soledad.
Con discreción y paciencia permaneciste a mi lado y día a día esa sensación de bondadoso apoyo me fue ayudando, me fue orientando y acrecentando mi fuerza, hasta abrir las compuertas de mi mundo interno.
Entonces todo tu dinamismo me impulsó hacia afuera y, siguiendo tu imagen, me acerqué con disponibilidad hacia otro ser humano.
Y no sólo logré contar, sino también oír.
Tu bondad me enseñó a escuchar con atención a los demás, a escuchar el corazón de los demás, a entender lo que se dice por detrás de las palabras y a ser yo, con mi presencia, tan reconfortante para otros como tu imagen para mí.
Hay veces en que sintiéndome tan feliz, he tenido la sensación de que tanta alegría no me cabe en el pecho; que la felicidad invade todo mi ser y lo que me rodea, hace maravillosos los objetos más insignificantes y parece contagiar a todas las personas que encuentro; hasta los paisajes más simples respiran entonces de una armonía dichosa.
Casi sin poder contenerme he gritado desde el fondo de mi misma, agradeciendo esa enorme felicidad.
Y al buscar a quien dirigir mi agradecimiento, hacia donde canalizar esa incontenible y extraordinaria alegría, se ha presentado ante mí la figura imponente e increíblemente energética de mi Guía.
Personificando toda mi felicidad, lo he visto radiante y luminoso como una imagen vibrátil, fuerte y vital, capaz de concentrar los mejores estados internos.
Cuando luego he vuelto a la opacidad del simple bienestar cotidiano, cuando sin dolor ni placer me he encontrado desarrollando mis actividades habituales, he intentado tomar contacto con mi Guía.
Y ese agradecimiento brindado en el momento de especial felicidad me ha sido devuelto, permitiéndome gustar nuevamente el sabor de la alegría sin límite, aún inmersa en la más monótona rutina.
En las mañanas, al despertar, acostumbro a quedarme en la cama unos minutos y en esa tibieza semiadormecida suelo evocar a grandes rasgos los aconteceres que irán a determinar mi día.
Entrecerrando los ojos nuevamente, intento verme en mi desplazamiento por la ciudad, entre los vehículos y los semáforos, como tantos transeúntes apurados acudiendo a mi lugar de trabajo.
Trato de precisar las imágenes hasta organizar un esbozado plan de las tareas por realizar, así como de mi relación con mis compañeros de labor.
Y en esas secuencias mi imaginación va elaborando escenarios de las diversas actividades cotidianas, hasta completar el cuadro con mi regreso de cansancio satisfecho a la nocturna tibieza de la cama.
Miro mi jornada entonces con una predisposición distinta, pero vuelvo al recogimiento por unos instantes para apelar a la presencia de mi Guía.
Le pido, cada mañana, que positivice al máximo mis horas vigílicas, que me de fortaleza, que me de entusiasmo y que acompañe con su luz mi quehacer.
Me alzo impulsada por la fe, con la decisión de hacer de mis horas lo mejor, y enfrento el aire matutino con la disposición con que se mira una nueva aventura.
A veces una neblina opaca se desliza dentro de mí, silenciosa e imperceptiblemente, hasta instalarse en mi corazón.
Es una vaga sensación de tristeza que con disimulo gana mi alma y comienza a succionar mi entusiasmo.
En esas ocasiones se climatizan mis pensamientos y argumentaciones y me siento caer en una especie de abulia desganada en la que una y otra vez paso un largo recuento de mis penas.
Despejando la niebla, acude en mi auxilio cuando lo llamo y me deja ver la intensa luminosidad de su figura fuerte.
Se me acerca, coloca por unos instantes sus manos sobre mi frente y me susurra una sola palabra: Paz!!, dice.
Y siento que esa palabra abre un sol en mi pecho, un sol que crece, se expande y va transformando esa opaca materia de la tristeza en una tranquilidad profunda y benéfica.
Estoy inquieta, dudo y me debato repetidamente entre los “si” y los “no”.
Mi cabeza multiplica las posibilidades y me voy confundiendo en el laberinto de mil canales, entre los corredores tortuosos de mi débil razón.
Y allí estoy, petrificada ante la proyección de posibilidades entre las cuales no logro elegir.
Cualquier opción me parece ya determinada de antemano por tantos condicionamientos y veo en mis intentos de respuesta, el reflejo más que la libertad. Mi propio punto de vista filtra, como la red de una trampa, la luz de cualquier salida... y lo que yo quiero, no con mi torpe cabeza sino con mi corazón, es una resolución nueva, un camino abierto a la certeza.
Entonces llamo, con toda mi fe, a aquella presencia que me es de total confianza y la visualizo recorriendo el gris laberinto con su antorcha de sabiduría.
Allí va, caminando diligente ante mí, iluminando de derecha e izquierda, recomponiendo ese mosaico de contenidos confusos que voy viendo integrarse y formar parte de una sola cosa, a medida en que lo sigo hasta los rincones más perdidos de mi propia confusión. Y desde esa lejana periferia, volvemos hacia el centro mismo de mi cabeza en donde siento que su presencia, cálida, amada presencia, me da por fin la certeza de una salida nueva.
He conectado, a través de él, con aquello inamovible que hay dentro de mí, con el sustento de mi vida y de mi mente y, ahora sí, con claridad advierto un pensamiento que es coherente con mi sentir y que además me resulta fácil de llevar a la práctica. Una decisión unitiva que es nueva para mí y que me lanza, sin traicionar mi propia esencia, hacia el mundo que me rodea.
He sentido mi cuerpo en algunos anocheceres blando y distenso. La cabeza como de algodón y los ojos muy relajados.
He cerrado los párpados y me he dejado llevar por una agradable sensación que me ha recordado el flotar en medio de un lago, mientras también mis brazos y piernas se contagiaban con una calidez pesada y liviana al mismo tiempo. Mis espaldas abandonaban el peso que tan a menudo acarrean y mi estómago dejaba por unos momentos su ansiedad.
He comenzado a respirar fluidamente, mientras mi mente se ha despejado de la sucesión de imágenes de mi cotidianidad y ha comenzado a interesarse por esa infinidad de ruidos que aún en el anochecer existen.
Y dejando que mi oído se agudice he ido a rescatar sonidos muy suaves o muy lejanos, mientras mi cuerpo se ha ido aflojando cada vez más.
Lejana la inquietud y con la mente en silencio, he podido oír una voz distinta de la mía y distinta sin duda de todos los ruidos que impregnaban la noche.
Ha sido un susurro que me ha hablado de la vida que habita en mi cuerpo, llenándome de sorpresa al reconocer tal evidencia.
Me ha hecho sentirme viva y hablándome con dulzura, me ha explicado que mis brazos y mis piernas, mi tronco y mi cabeza son transitorios y se modifican con el correr del tiempo. Hasta que cansado de tantos espacios recorridos, mi cuerpo no será más lo que llamo mi vida, sino que la vida será sin cuerpo, sin tiempo, sin límites, una expansión enorme que trasciende la noche y salta por sobre la muerte.
Y, cobijada por estas palabras de mi Guía, me he abandonado al sueño con confianza, así como lo haré en el momento de mi muerte, dispuesta al alba de un nuevo día.
Cuando llevé mi alegría al seno de aquella familia desmembrada y abrí entre ellos la posibilidad del diálogo sincero y confiado; cuando di mi apoyo al amigo humillado y lo ayudé a levantarse sin revancha ni venganza; cuando contribuí a que en la mirada de esa mujer desamparada brillara nuevamente una esperanza; cuando a aquel hombre poseído por el temor y el cálculo pude devolverle la fe y la confianza, sentí que eras tú, Guía, quien les daba a través mío.
Eras tú quien actuaba en un dar desinteresado y realmente bondadoso. Te hacías presente en mis acciones y, como si yo fuera un puente o más bien un vehículo, una intermediaria entre tú y el mundo, manifestabas a través de mis obras tu comprensiva actitud.
Y así, mediante esas acciones realizadas por mi intermedio, has ido de paso desplazando también mi egoísmo y poco a poco se ha ido ampliando el radio de ayuda a mi prójimo.
Y dando, yo he aprendido. Dando, he crecido, he desarrollado capacidades insospechadas y me he liberado de ese individualismo encerrado y defensivo. Dando yo he comprendido que no hay vía más válida para consolidar la unidad interna que esa que me has indicado: la de la acción positiva que termina en los demás.
Yo quería un hijo, mi cuerpo quería un hijo, mi amor quería un hijo. Quería como quiere un árbol ponerme a hacer mis frutos.
Hubo médicos, hubo exámenes, hubo ciencia y hubo tiempo. Frustradas expectativas y otros nuevos tratamientos. Parece que a mi madera le costaba germinar.
Hasta que hubo un gran pedido, tal vez el más profundo que he formulado a mi Guía. Surgido desde la savia, desde la entraña, desde lo límbico.
Lanzado como una piedra a la oscuridad del pozo, y en silencio la larga espera atenta a la respuesta. Soplado suave a los vientos y la mirada oteando al horizonte. Un pedido sostenido con mucha permanencia y con fe en la respuesta.
Hasta que se hizo primavera!
La vendimia puso en mis brazos uno y después otro niño.
Seres maravillosos que crecen y que miran, que todo lo llenan con sus risas, irradiando vitalidad y aprendiendo rápido a hacer sus preguntas. ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos?
... desde un pedido escuchado, desde una gracia concedida....
Cuando los azarosos dados del destino me han colocado en situación de dar respuesta ante lo que se suele llamar “el mundo público”, cuando han recaído en mí responsabilidades gubernamentales o roles políticos, cuando he tenido que enfrentar a la prensa, cuando mi voz ha debido tomar la modulación del discurso colectivo, cada vez que ello ha ocurrido me he sentido tremendamente expuesta.
Blanco de los dardos de la contra, centro de maniobras malintencionadas, alimento para la argumentación de contrincantes, la figura a descalificar y el receptáculo de la crítica. Incluso entre los más cercanos mi mirada detectó al juez y reconoció al verdugo.
No es exactamente paranoia, sino el pánico que da el registro de estar expuesta.
Pero algo me ha hecho bajar la guardia y abrir el corazón: ha sido descubrir en el fondo de otros ojos la necesidad de creer. Confiar en que alguien sintonizará con el mensaje. Sentir en mi destinatario la posibilidad del cambio.
No es que con las cámaras y los flashes encima yo me ponga a implorar a mi guía. Ni que en un acto oficial evoque su presencia. Es diferente.
Es contar con que las respuestas surgirán desde mi centro, actuar desde una coherencia con mi proyecto, hablar a quien en la multitud sabe ponerse a escuchar.
En ese estar expuesta he aprendido a dejarme ir, a sentir que no hay nada que perder y a confiar en que tengo orientación. Si sólo estoy atenta a abrir el futuro a otro, mi Guía sabe llevarme para hablar desde dentro. Si puedo conectar con otro ser humano, entonces tocará con mis palabras sus ojos. Si puedo atender al corazón de mi destinatario, me va indicando los gestos adecuados, perfilando el discurso, hilvanando las frases.
Por último si hay errores he visto que no son graves. No saldrá nunca de mi boca un exhorto antihumanista. Tampoco un gesto violento o discriminatorio.
Los errores son únicamente de emplazamiento. Se producen por sentir tan intensamente ese temor a estar expuesta, quedando atrapada en lo de uno, en ese yo que se defiende. En general no hay errores cuando logro reconocer al otro.
Muchos hombres han creado, pensado, formulado, pintado, construido, legislado, operado, investigado, navegado, gobernado, esculpido, rimado, manejado, inventado, explorado, compuesto y liderado todo - o casi todo - lo que el ser humano ha generado en el mundo.
Nosotras las mujeres hemos estado mas bien sumergidas en la historia. Hemos estado por siglos pariendo, criando, enseñando, cuidando. Hemos estado haciendo la especie. Pero a la hora de volar lejos nos han hecho falta los modelos.
Palabras de una, gestos de otra, el coraje de una tercera, la serenidad de la de más allá... trozos desestructurados e insuficientes para una real inspiración.
Nosotras las mujeres hemos buscado fuerza en musas y guías configuradas en el espacio interior. Hemos sido devotas, piadosas y creyentes. Nos hemos expertizado en la oración. Y cuando alguna se ha aventurado en los terrenos de vanguardia, ha pasado a ser mito, leyenda o santa.
Si queremos Humanizar la Tierra, las mujeres tendremos que aprender a construir modelos cercanos y accesibles, capaces de potenciar todas nuestras virtudes y de movilizarnos para poder superar las resistencias que conlleva nuestra salida al medio.
No basta con nuestras redes solidarias ni con toda la sabiduría que solemos acumular. Tampoco nos ayuda la distancia del pedestal. Hacen falta referencias mucho más cotidianas, imágenes disponibles que puedan ayudarnos a trazar líneas de conducta, líneas de acción.
Si queremos Humanizar la Tierra, la especie entera tendrá que aprender a conjugar todos los verbos. Hacer mundo y hacer especie. Que la especie humanice al mundo, y el mundo acoja a toda esta especie.
En mi camino interno he encontrado afinidades extraordinarias con otros que como yo avanzan superándose y desplegando lo mejor de ellos mismos en el enjambre de vida que los rodea.
Amistades indisolubles, forjadas con materiales mucho más resistentes que la similitud de condicionamientos culturales, sociales o raciales.
Amistades que están sustentadas no solamente en la búsqueda de crecimiento personal, en la experiencia que cada cual desde su silencio pudo haber tenido.
Es verdad que entre esas manos constructivas con las que he entrado en contacto, he descubierto siempre la mirada puesta en un sentido que abarca la existencia completa, y no se detiene en la provisoriedad de las pequeñas soluciones placenteras ni de las metas parciales.
Pero sobre todo he advertido que en los corazones de estos héroes de nuestro tiempo palpita el anhelo por una sociedad más justa, que otorgue a todos la oportunidad de vivir en condiciones adecuadas, de crecer y desarrollarse, de morir con sabiduría y en paz. He visto el empeño puesto en irle abriendo paso a ese futuro en el que no tenga lugar la violencia ni la discriminación. He visto en todos los humanistas el ir, con alegría, perfilando esta nueva realidad que ya se acerca.
Pía Figueroa E.
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