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Silo y su obra escapan a las categorías en las que el sentido común y los hábitos consolidados del pensar Salvatore Puledda,

Foto: Salvatore Puledda, enero 1999, Santiago de Chile

“La tarea que se me ha asignado, trazar el perfil de un hombre como Silo y realizar este homenaje, no es de las más fáciles porque Silo y su obra escapan a las categorías en las que el sentido común y los hábitos consolidados del pensar clasifican la multiforme diversidad de la experiencia humana. Silo es para mí, su discípulo y amigo por más de 25 años, un hombre muy especial; es más: único. Se podrá decir: ¿no son acaso especiales y únicos todos los hombres de los que se hace un elogio? ¿No es acaso la convención de la retórica la que nos obliga a hacer aparecer como extraordinario lo que de otro modo seria común? La afirmación de que Silo es un hombre muy especial, un hombre único –afirmación que hago con total sinceridad de corazón– tendrá que ser demostrada. Y esto es lo que me propongo hacer en este breve discurso.

Pero debo precisar que no utilizaré los instrumentos de la lógica para sostener mi tesis, no pesaré con la balanza de la razón los argumentos a favor o en contra de mi afirmación, porque en realidad no estoy en condición de hacerlo. Silo y su obra, el Movimiento Humanista, son parte integrante de mi vida, más aún, son una gran parte de mi vida, por lo que no me es posible poner entre ellos y yo la distancia necesaria para llegar a una evaluación fría y ecuánime de los hechos, evaluación que los historiadores contemporáneos invocan continuamente. En su lugar, presentaré mi experiencia, relataré lo que han sido y son para mí Silo y el Movimiento Humanista, lo que ha significado y significa para mí ser discípulo, colaborador y amigo de Silo.

Mi primer contacto con el Movimiento tuvo lugar en Junio de 1973. Estaba sentado bajo la estatua de Giordano Bruno en Campo dei Fiori en Roma. La estatua se yergue precisamente allí donde en Enero del año 1600, ardió la hoguera a la que la Inquisición condenó al gran humanista por haber afirmado, con extraordinaria visión de futuro, no sólo que la Tierra gira alrededor del sol, sino también que el universo es infinito como infinitos son los mundos que lo animan.

Esa plaza, símbolo de todas las injusticias perpetradas contra la libertad humana, contra el vuelo del pensamiento hacia lo nuevo y hacia el futuro, era el lugar de encuentro y debate entre los jóvenes de todas las tendencias revolucionarias que habían surgido después del sesenta y ocho. Como de costumbre en aquel entonces, estaba yo ocupado en una discusión sobre la estrategia revolucionaria con un amigo anarquista. Al lado nuestro estaba sentado un muchacho que escuchaba nuestra conversación sin intervenir.

Cuando mi amigo se marchó con su grupo, este joven me preguntó si alguna vez había oído hablar de la revolución global, una revolución que involucrara tanto al mundo externo –las estructuras económicas y las superestructuras culturales y políticas– como al mundo interno, es decir, la conciencia. Me dijo que ninguna revolución podría cambiar el mundo con la violencia, y que la única revolución posible habría de ser acompañada por un cambio radical en el interior de aquellos que se proclamaban revolucionarios. Me habló de no-violencia activa, de curación del sufrimiento, del trabajo sobre uno mismo para llegar a la transformación interior, de la búsqueda del sentido de la vida. Me dijo que era chileno y que pertenecía al Movimiento Siloísta, el movimiento fundado por un pensador latinoamericano al que llamaban Silo.

Me dijo también que estaba formando un grupo de trabajo de autoconocimiento y me invitó a participar. Picado por la curiosidad, acepté y entré en el grupo.

Trabajamos durante varios meses con un sistema de técnicas psicológicas y de meditación. En poco tiempo me di cuenta que ese trabajo, al alcance del hombre común y aparentemente simple, constituía en realidad una síntesis extremadamente refinada de experiencias pertenecientes a las más diversas tradiciones culturales de Occidente y Oriente: algunas técnicas derivaban de la psicología moderna, otras del Budismo, otras del Orfismo, del Cristianismo o del Islam. Era un sistema que denotaba un vasto conocimiento y un gran trabajo de simplificación, adaptación y síntesis. Pero lo que me pareció más inusual de todo el trabajo era su aspecto lúdico, la profundidad unida a la ligereza, al juego, a la diversión.

Comprendí entonces que existía una alternativa a la frialdad deshumana de la psicología académica y a la tétrica angustia del psicoanálisis. Descubrí cosas nuevas de mí mismo, de mis condicionamientos culturales y sociales, las raíces de mi violencia y mi sufrimiento, mis miedos y esperanzas, pero sobre todo se abrió ante mí ese gran vacío que siempre había llevado dentro, ese tremendo vacío que Silo había llamado “el sin-sentido de la vida”.

Para el año siguiente, 1974, se habían programado trabajos más avanzados que se iban a desarrollar en Córdoba, Argentina, y en los que habrían de participar representantes de varios grupos siloístas que, como en Italia, se habían formado en otros países de Europa, América Latina y Asia, y en los Estados Unidos. Con el consenso de mi grupo, decidí partir y así conocería el país en el que había surgido el Movimiento y tal vez al fundador en persona. Apenas llego a Buenos Aires, tomo un autobús directo a Córdoba y de allí un taxi hasta el lugar del encuentro, una quinta en las afueras de la ciudad. Desde la entrada al jardín diviso unos hombres a lo lejos cerca de la casa y grito: “¿Es aquí el encuentro del Movimiento?” “Sí, señor. Venga, venga, señor”, me responden. ¡Yo estaba feliz, había llegado al lugar que había soñado, a una especie de paraíso del Movimiento! Y la realidad fue muy superior a las expectativas. No tardé en darme cuenta de que aquellos hombres eran soldados y que estaban apuntando sus metralletas a un grupo de personas de cara al suelo y con las manos detrás de la nuca: mis compañeros del Movimiento a los que no puede hacer otra cosa que unirme.

Nos llevaron a una prisión de Córdoba donde pasamos tres días a dieta estricta y al frío sin que se formularan cargos precisos. Eramos del Movimiento y eso bastaba. No necesité mucho para entender que el país de origen del Movimiento, así como gran parte de América Latina, había caído en manos de una banda de sádicos asesinos y que el Movimiento era perseguido a pesar de desarrollar solamente actividades no violentas. Pocas semanas después Silo fue encarcelado en Buenos Aires después de haber intentado hacer un discurso público.

Una vez en libertad, terminamos los trabajos programados y yo partí hacia Mendoza para conocer a Silo, quien, según lo que me habían dicho, quería conocer a los representantes italianos. Lo vi por primera vez en un bar donde nos había dado cita. Estaba de pies junto al mostrador hablando con algunas personas. Mientras tanto, yo me senté en una mesa a esperar que terminara y empecé a estudiarle. Llevaba un traje beige, una corbata con pequeños dibujos geométricos y zapatos lustrados. Lo más burgués que uno se pudiera imaginar. ¡No era posible! ¡Un revolucionario, un maestro con corbata! ¡Estaba todo mal! Yo me esperaba una especie de híbrido entre el Che Guevara, un gurú indú y un curandero mejicano. Quería algo inusual, extraordinario; algo colorido, exótico. Y en vez, tenía ante mí un hombre normal, vestido como un burgués, con corbata y todo. Traté de consolarme diciéndome que también Magritte, tal vez el más visionario de los artistas modernos, se había vestido siempre así, de gris o marrón –con corbata- y había vivido casi toda su vida con la misma mujer en un barrio pequeño burgués de una ciudad lluviosa. Pero la desilusión se imponía. En ese momento, Silo se dio vuelta y me miró con una sonrisa burlona, como si hubiese percibido lo que yo estaba pensando.

Charlamos sin prisa, también en los días que siguieron. Yo le pedía información sobre las bases de su pensamiento y él me presentó algo absolutamente nuevo, al menos para lo que era el panorama cultural en Occidente; es decir, el planteamiento de una teoría global de lo psiquismo humano. Se trataba, para entendernos, de una teoría abierta y no de un sistema cerrado en el sentido que el término tenia en el siglo XIX. Quienquiera que estuviese mínimamente informado sobre la situación contemporánea de la psicología, sus balbuceos incoherentes, su búsqueda infructuosa de un fundamento sobre el cual poder anclar la masa caótica de datos y procedimientos, sabía bien que proponer una teoría global de lo psiquismo humano era algo extremadamente arriesgado. Si tal teoría resultaba coherente, exhaustiva y eficaz, significaría un avance científico enorme, comparable quizás a la introducción del método experimental en las ciencias físicas.

Me di cuenta de que en la teoría que Silo proponía (y que expondría en detalle durante las lecciones que habría de dar en Corfú, Grecia, el año siguiente) encontraban su lugar una masa enorme de datos, experiencias y procedimientos: encontraban su lugar las evidencias obtenidas por la psicología experimental, el behaviourismo, la Gestalt, la psicología de lo profundo. Fenómenos muy controvertidos como la sensación, la percepción, los sueños, la hipnosis, los estados alterados de conciencia, etc. recibían una explicación coherente y elegante. Pero sobre todo me impactó la teoría de las imágenes que era totalmente original y llevaba a la práctica ciertas intuiciones de Sartre y del Jung tardío que escribió Psicología y alquimia. La teoría de las imágenes de Silo era el eslabón entre las explicaciones fisiológicas y las psicológicas, y la imagen, como él la entendía, constituía la unión entre los aspectos somáticos y los aspectos conductuales. Actuar sobre las imágenes significaba entonces intervenir en el comportamiento humano individual y colectivo… Ante mis ojos se abría un horizonte vastísimo de investigación y de experiencias.

Fue así que comencé a pensar que Silo era un hombre especial. Y me dije que para él valía lo que Alcibíades había dicho de su maestro Sócrates en el encomio que Platón reproduce en uno de sus diálogos más bellos, el Simposio. Así como Sócrates escondía una gran belleza interior detrás de un aspecto satírico, Silo, detrás de su aspecto burgués y poco llamativo, guardaba una audacia intelectual y un empuje revolucionario que jamás había encontrado en ningún líder político ni gurú a la moda que había conocido. Debo además agregar que con el tiempo se me hizo claro que el aspecto exterior y el estilo de vida de Silo eran una elección estratégica: se trataba, por un lado, de un acto de mimetismo que lo protegía, haciéndolo poco visible en una sociedad un poco provinciana y conservadora, y por otro lado era una forma de acercase al hombre común, al hombre medio que era el destinatario de su mensaje.

Pero las contribuciones originales de Silo no se han limitado al campo de la psicología. Con el pasar de los años Silo, ha producido trabajos pioneros en el ámbito de la historiografía, la sociología, la política y la religión, que han tocado prácticamente todos los aspectos fundamentales del comportamiento humano. A través de estas obras, Silo ha ido delineando una nueva concepción del ser humano y un proyecto político universal, una nueva Utopía para el mundo globalizado en el que ya vivimos y que él anunció con inusitada anticipación.

No voy a hacer aquí un análisis de las obras de Silo, sino que me limitaré a considerar los aspectos más profundamente innovadores que caracterizan a algunas de ellas.

En el ensayo que lleva por título Discusiones historiológicas, dedicado al análisis de los problemas aún no resueltos en el campo de la filosofía de la historia, Silo retoma el hilo de la discusión que Heidegger habían comenzado sobre la imposibilidad de trazar algún discurso histórico sin antes haber aclarado qué debe entenderse por “temporalidad”, sin antes haber aclarado (para decirlo con palabras menos precisas pero más simples) cuál es el funcionamiento temporal de la conciencia humana y en qué modo ese funcionamiento se relaciona con el tiempo externo, es decir, con el mundo, con los hechos externos a la conciencia. Siguiendo el pensamiento de Heidegger y del maestro de éste, Husserl, Silo encuentra la raíz de la dinámica histórica en la temporalidad intrínseca de la conciencia humana, en la tensión constante de la conciencia a futurizar, a proyectar. Pero retomando una intuición de Ortega y Gasset, Silo ve en las distintas generaciones —a las que se corresponden diferentes tiempos mentales y diferentes paisajes culturales— la encarnación de tal dinámica. La historia se hace en la dialéctica entre generaciones. También en la historia prevalece el futuro — los proyectos humanos chocan con la realidad existente— y así, hacer historia, es ante todo hacer historia del futuro; es decir, historia de los proyectos humanos que intentan transformar el presente. Ya este enfoque, que supera el famoso debate de los años sesenta entre Sartre y los estructuralistas sobre el significado y la inteligibilidad de la historia humana, otorgaría a Silo un lugar de todo respeto en el panorama actual, de por sí no muy brillante, de la filosofía de la historia.

Otra contribución muy original y fecunda de Silo a las ciencias de la historia —una contribución que es al mismo tiempo un proyecto cultural y político— es la nueva interpretación que él da del concepto de humanismo. En el significado histórico común, por humanismo se entiende un fenómeno cultural propio de Occidente y ligado a un período histórico y a un lugar precisos: primero en Italia y luego en toda Europa Occidental durante la época del Renacimiento. El humanismo coloca al hombre y su dignidad en el centro de todo, lo considera el valor supremo en contraposición a la desvalorización efectuada por el Medioevo cristiano. Con el humanismo renacentista, la civilización occidental sufre una transformación de raíz que la hará diferente a todas las demás civilizaciones tradicionales. Pero para Silo el humanismo no es un fenómeno solamente europeo: el humanismo está presente, en algunos momentos históricos precisos, en todas las grandes civilizaciones humanas. Ciertamente se lo llamaba de otro modo porque otros eran los contextos culturales en los que se manifestaba. Pero el humanismo se reconoce siempre gracias a algunos indicadores fundamentales. Estos son: la importancia y centralidad que se da al ser humano, a su dignidad y libertad, al trabajo por la paz y al repudio de la violencia, a la igualdad entre todos los seres humanos, al respeto por las distintas creencias y costumbres, y al desarrollo de la ciencia. Precisamente porque se manifiesta en todas las culturas en sus momentos cumbre, para Silo el humanismo, mejor dicho un Nuevo Humanismo Universal del que se hace promotor, puede dar una respuesta al enfrentamiento entre culturas que se está produciendo en un mundo unificado forzadamente por los medios masivos de comunicación, pero profundamente dividido en lo que respecta a creencias religiosas, valores y estilos de vida; un mundo en el que se insinúa nuevamente el espectro del fundamentalismo y de las guerras de religión.

En este mundo que ha perdido el sentido del futuro, el sentido del proyecto, que mira con angustia la llegada del nuevo milenio, Silo propone la Gran Utopía para el 2000: la creación de la Nación Humana Universal que incluya a todos y cada uno de los pueblos del planeta a nivel de paridad, pero sin destruir su especificidad cultural. Y propone además la Humanización de la Tierra; es decir, la desaparición progresiva del dolor físico y del sufrimiento mental gracias a los avances de la ciencia, a una sociedad más justa e igualitaria que elimine toda forma de violencia y discriminación, y a la reconquista del sentido de la vida. Con este proyecto dirigido a la humanidad toda, Silo se coloca entre los grandes utopistas modernos, como Giordano Bruno, Tomás Moro, Campanella, Owen, Fourier y el mismo Marx. Aquí utopía —que significa lugar que no existe— representa una imagen, un proyecto que guía y organiza el presente y lo arrastra hacia el futuro. Es un proyecto lanzado a las nuevas generaciones y que tendrá que encontrar aquí, en América Latina uno de sus centros propulsores.

Decía que con sus obras, Silo ha ido construyendo una nueva imagen del ser humano en contraposición a la imagen hoy dominante. Y esta es la misma labor que desarrollaron los primeros humanistas del Renacimiento italiano, como Pico de la Mirándola. Para luchar contra el cristianismo medieval que colocaba al Hombre en la dimensión del pecado y del dolor, que lo concebía como a un ser que no puede hacer otra cosa que aspirar al perdón de un Dios lejano, los primeros humanistas propusieron la imagen de un ser consciente de la propia dignidad y libertad, que tiene fe en su capacidad de transformar el mundo y de construir su propio destino. La imagen moderna de ser humano, la que nos propone el racionalismo científico y en la cual casi todos en Occidente creemos en mayor o menor medida, es sólo aparentemente más positiva que la imagen que ofrecía el Cristianismo medieval. El dios cristiano ha sido reemplazado por un dios mucho más oscuro y enigmático: la casualidad, es decir el dios de lo fortuito. El ser humano ha sido reducido a mera dimensión zoológica y ahora es un mono sin pelos que ha ido evolucionando durante millones de años por efecto del ambiente y de las mutaciones casuales. Incluso más: es una máquina biológica, es decir una cosa determinada por su conformación química —el patrimonio genético— y por los estímulos que le llegan del ambiente circundante. En esta dimensión —la dimensión de la cosa— no hay espacio para la libertad y la elección, para la construcción intencional de un futuro, y la vida pierde significado, tranformándose en una carrera absurda hacia la muerte.

Para Silo, el ser humano es un ser histórico y social, y la dimensión que le es más propia no es la biológica sino la de la libertad. Para Silo, la conciencia humana no es un reflejo pasivo del mundo natural, sino actividad intencional, actividad incesante de interpretación y reconstrucción del mundo natural y social. Si bien participa del mundo natural en cuando posee un cuerpo, el ser humano no tiene una naturaleza, una esencia definida como todos los otros seres naturales: no es sólo pasado, es decir, algo dado, construido, terminado. El ser humano es futuro, es un proyecto de transformación de la naturaleza, de la sociedad y de sí mismo. Contra todo determinismo, contra todo dogma que congele y bloquee el desarrollo de la humanidad, Silo retoma esa línea filosófica que, a través de la idea central de libertad humana, en Occidente va desde Pico de la Mirándola hasta Sartre, la revitaliza y la transforma en un proyecto cultural y político: el Movimiento Humanista.

Llegado a este punto, se podría creer que la dimensión religiosa fuera extraña al pensamiento de Silo. En realidad es verdad lo contrario: la búsqueda del sentido de la vida, de la trascendencia en contraposición al absurdo de la muerte encuentran un lugar central en su obra. Sin embargo, como Buda, Silo no le pide a nadie que crea por fe en sus ideas sobre lo divino, ni pretende proponer una nueva religión con ritos y dogmas. Él ofrece vías, experiencias, para que cada uno pueda probar por sí mismo la veracidad o la utilidad de lo que dice. A mi entender, las disciplinas transformadoras —como, por ejemplo, la Meditación trascendental— que son vías experimentales para acercarse a un nivel de conciencia superior, constituyen la parte más extraordinaria y profunda de toda su obra. Siempre a esta temática se refieren dos de sus escritos más bellos. El primero, La muerte, una lección que dio en Canarias en 1976, analiza —ateniéndose a un riguroso proceso racional que en Occidente encuentra un único precedente en Epicuro— la raíz ilusoria del miedo a la muerte. El otro, El sentido de la vida, un discurso pronunciado en Ciudad de Méjico en 1980, describe detalladamente las distintas posiciones que se pueden asumir frente al sentido de la vida y la trascendencia. En ese discurso, a pesar de declarar su fe inconmovible en que la muerte no detiene a la existencia, sino que es sólo un paso hacia la trascendencia inmortal, Silo proclama para todos la libertad de creer o no creer en Dios y en la inmortalidad.

Es por todo lo dicho hasta aquí que considero a Silo un hombre muy especial, es más, único. Me atrevo a decir que en una cultura como la latinoamericana, que ha producido grandes revolucionarios, grandes escritores, grandes artistas, Silo es el único pensador de dimensión mundial.

Pero estoy seguro de que, a estas alturas, algunos estarán diciendo para sus adentros: Sí, pero ¿quién es Silo en la esfera privada? Es muy sabido que hombres que han sido grandes en sus campos de acción y que tal vez han ayudado a cambiar la faz del mundo, se han demostrado bastante pequeños en el ámbito de los afectos, de la amistad, y en general de las relaciones humanas. Y también se sabe que, como se decía de Napoleón, ningún hombre es grande para su mayordomo, que le conoce el lado oscuro, las debilidades, los tics que emergen sólo con el tiempo y la familiaridad. Y entonces, ¿cómo es Silo de cerca, para ti, que has sido su discípulo, colaborador y amigo por tanto tiempo?

Debo decir que uno de los aspectos que más aprecio del carácter de Silo es su sentido del humor, su capacidad de captar el lado cómico o grotesco de las situaciones y de las personas. Una cualidad que descoloca a cuantos se acercan a él creyendo que un gran pensador debe ser una persona con el ceño fruncido, distante y aburrida. Silo es capaz de juguetear y de reírse como un niño, de maravillarse continuamente de la gran comedia humana. Pero la suya no es una risa distante, de superioridad respecto a las infinitas estupideces con las que está tejida la vida de todos los hombres, grandes y pequeños. Esa risa va acompañando, como dos caras de la misma moneda, la paciencia y compasión con la cuales mira a la miseria y a la grandeza de la condición humana. Porqué Silo es, a mi parecer, sobre todo un hombre bueno. La bondad es para mí su cualidad más grande. ¿Qué más decir?

Solamente esto. Ultimamente y a pesar de nuestra larga familiaridad, me ha ido surgiendo cada vez con mayor fuerza la pregunta: ¿quién es verdaderamente Silo? Entonces, para encontrar una respuesta, he seguido el consejo que él mismo me dio cuando yo buscaba respuestas a preguntas importantes sobre mi vida. He lanzado la pregunta a lo más profundo de mi conciencia y he esperado la respuesta. Que ha sido esta: Silo es un guía, un iniciado, alguien que posee una llave para abrir la puerta del mundo del espíritu.”

Salvatore Puledda, enero 1999, Santiago de Chile
“La tarea que se me ha asignado, trazar el perfil de un hombre como Silo y realizar este homenaje, no es de las más fáciles porque Silo y su obra escapan a las categorías en las que el sentido común y los hábitos consolidados del pensar clasifican la multiforme diversidad de la experiencia humana. Silo es para mí, su discípulo y amigo por más de 25 años, un hombre muy especial; es más: único. Se podrá decir: ¿no son acaso especiales y únicos todos los hombres de los que se hace un elogio? ¿No es acaso la convención de la retórica la que nos obliga a hacer aparecer como extraordinario lo que de otro modo seria común? La afirmación de que Silo es un hombre muy especial, un hombre único –afirmación que hago con total sinceridad de corazón– tendrá que ser demostrada. Y esto es lo que me propongo hacer en este breve discurso.

Pero debo precisar que no utilizaré los instrumentos de la lógica para sostener mi tesis, no pesaré con la balanza de la razón los argumentos a favor o en contra de mi afirmación, porque en realidad no estoy en condición de hacerlo. Silo y su obra, el Movimiento Humanista, son parte integrante de mi vida, más aún, son una gran parte de mi vida, por lo que no me es posible poner entre ellos y yo la distancia necesaria para llegar a una evaluación fría y ecuánime de los hechos, evaluación que los historiadores contemporáneos invocan continuamente. En su lugar, presentaré mi experiencia, relataré lo que han sido y son para mí Silo y el Movimiento Humanista, lo que ha significado y significa para mí ser discípulo, colaborador y amigo de Silo.

Mi primer contacto con el Movimiento tuvo lugar en Junio de 1973. Estaba sentado bajo la estatua de Giordano Bruno en Campo dei Fiori en Roma. La estatua se yergue precisamente allí donde en Enero del año 1600, ardió la hoguera a la que la Inquisición condenó al gran humanista por haber afirmado, con extraordinaria visión de futuro, no sólo que la Tierra gira alrededor del sol, sino también que el universo es infinito como infinitos son los mundos que lo animan.

Esa plaza, símbolo de todas las injusticias perpetradas contra la libertad humana, contra el vuelo del pensamiento hacia lo nuevo y hacia el futuro, era el lugar de encuentro y debate entre los jóvenes de todas las tendencias revolucionarias que habían surgido después del sesenta y ocho. Como de costumbre en aquel entonces, estaba yo ocupado en una discusión sobre la estrategia revolucionaria con un amigo anarquista. Al lado nuestro estaba sentado un muchacho que escuchaba nuestra conversación sin intervenir.

Cuando mi amigo se marchó con su grupo, este joven me preguntó si alguna vez había oído hablar de la revolución global, una revolución que involucrara tanto al mundo externo –las estructuras económicas y las superestructuras culturales y políticas– como al mundo interno, es decir, la conciencia. Me dijo que ninguna revolución podría cambiar el mundo con la violencia, y que la única revolución posible habría de ser acompañada por un cambio radical en el interior de aquellos que se proclamaban revolucionarios. Me habló de no-violencia activa, de curación del sufrimiento, del trabajo sobre uno mismo para llegar a la transformación interior, de la búsqueda del sentido de la vida. Me dijo que era chileno y que pertenecía al Movimiento Siloísta, el movimiento fundado por un pensador latinoamericano al que llamaban Silo.

Me dijo también que estaba formando un grupo de trabajo de autoconocimiento y me invitó a participar. Picado por la curiosidad, acepté y entré en el grupo.

Trabajamos durante varios meses con un sistema de técnicas psicológicas y de meditación. En poco tiempo me di cuenta que ese trabajo, al alcance del hombre común y aparentemente simple, constituía en realidad una síntesis extremadamente refinada de experiencias pertenecientes a las más diversas tradiciones culturales de Occidente y Oriente: algunas técnicas derivaban de la psicología moderna, otras del Budismo, otras del Orfismo, del Cristianismo o del Islam. Era un sistema que denotaba un vasto conocimiento y un gran trabajo de simplificación, adaptación y síntesis. Pero lo que me pareció más inusual de todo el trabajo era su aspecto lúdico, la profundidad unida a la ligereza, al juego, a la diversión.

Comprendí entonces que existía una alternativa a la frialdad deshumana de la psicología académica y a la tétrica angustia del psicoanálisis. Descubrí cosas nuevas de mí mismo, de mis condicionamientos culturales y sociales, las raíces de mi violencia y mi sufrimiento, mis miedos y esperanzas, pero sobre todo se abrió ante mí ese gran vacío que siempre había llevado dentro, ese tremendo vacío que Silo había llamado “el sin-sentido de la vida”.

Para el año siguiente, 1974, se habían programado trabajos más avanzados que se iban a desarrollar en Córdoba, Argentina, y en los que habrían de participar representantes de varios grupos siloístas que, como en Italia, se habían formado en otros países de Europa, América Latina y Asia, y en los Estados Unidos. Con el consenso de mi grupo, decidí partir y así conocería el país en el que había surgido el Movimiento y tal vez al fundador en persona. Apenas llego a Buenos Aires, tomo un autobús directo a Córdoba y de allí un taxi hasta el lugar del encuentro, una quinta en las afueras de la ciudad. Desde la entrada al jardín diviso unos hombres a lo lejos cerca de la casa y grito: “¿Es aquí el encuentro del Movimiento?” “Sí, señor. Venga, venga, señor”, me responden. ¡Yo estaba feliz, había llegado al lugar que había soñado, a una especie de paraíso del Movimiento! Y la realidad fue muy superior a las expectativas. No tardé en darme cuenta de que aquellos hombres eran soldados y que estaban apuntando sus metralletas a un grupo de personas de cara al suelo y con las manos detrás de la nuca: mis compañeros del Movimiento a los que no puede hacer otra cosa que unirme.

Nos llevaron a una prisión de Córdoba donde pasamos tres días a dieta estricta y al frío sin que se formularan cargos precisos. Eramos del Movimiento y eso bastaba. No necesité mucho para entender que el país de origen del Movimiento, así como gran parte de América Latina, había caído en manos de una banda de sádicos asesinos y que el Movimiento era perseguido a pesar de desarrollar solamente actividades no violentas. Pocas semanas después Silo fue encarcelado en Buenos Aires después de haber intentado hacer un discurso público.

Una vez en libertad, terminamos los trabajos programados y yo partí hacia Mendoza para conocer a Silo, quien, según lo que me habían dicho, quería conocer a los representantes italianos. Lo vi por primera vez en un bar donde nos había dado cita. Estaba de pies junto al mostrador hablando con algunas personas. Mientras tanto, yo me senté en una mesa a esperar que terminara y empecé a estudiarle. Llevaba un traje beige, una corbata con pequeños dibujos geométricos y zapatos lustrados. Lo más burgués que uno se pudiera imaginar. ¡No era posible! ¡Un revolucionario, un maestro con corbata! ¡Estaba todo mal! Yo me esperaba una especie de híbrido entre el Che Guevara, un gurú indú y un curandero mejicano. Quería algo inusual, extraordinario; algo colorido, exótico. Y en vez, tenía ante mí un hombre normal, vestido como un burgués, con corbata y todo. Traté de consolarme diciéndome que también Magritte, tal vez el más visionario de los artistas modernos, se había vestido siempre así, de gris o marrón –con corbata- y había vivido casi toda su vida con la misma mujer en un barrio pequeño burgués de una ciudad lluviosa. Pero la desilusión se imponía. En ese momento, Silo se dio vuelta y me miró con una sonrisa burlona, como si hubiese percibido lo que yo estaba pensando.

Charlamos sin prisa, también en los días que siguieron. Yo le pedía información sobre las bases de su pensamiento y él me presentó algo absolutamente nuevo, al menos para lo que era el panorama cultural en Occidente; es decir, el planteamiento de una teoría global de lo psiquismo humano. Se trataba, para entendernos, de una teoría abierta y no de un sistema cerrado en el sentido que el término tenia en el siglo XIX. Quienquiera que estuviese mínimamente informado sobre la situación contemporánea de la psicología, sus balbuceos incoherentes, su búsqueda infructuosa de un fundamento sobre el cual poder anclar la masa caótica de datos y procedimientos, sabía bien que proponer una teoría global de lo psiquismo humano era algo extremadamente arriesgado. Si tal teoría resultaba coherente, exhaustiva y eficaz, significaría un avance científico enorme, comparable quizás a la introducción del método experimental en las ciencias físicas.

Me di cuenta de que en la teoría que Silo proponía (y que expondría en detalle durante las lecciones que habría de dar en Corfú, Grecia, el año siguiente) encontraban su lugar una masa enorme de datos, experiencias y procedimientos: encontraban su lugar las evidencias obtenidas por la psicología experimental, el behaviourismo, la Gestalt, la psicología de lo profundo. Fenómenos muy controvertidos como la sensación, la percepción, los sueños, la hipnosis, los estados alterados de conciencia, etc. recibían una explicación coherente y elegante. Pero sobre todo me impactó la teoría de las imágenes que era totalmente original y llevaba a la práctica ciertas intuiciones de Sartre y del Jung tardío que escribió Psicología y alquimia. La teoría de las imágenes de Silo era el eslabón entre las explicaciones fisiológicas y las psicológicas, y la imagen, como él la entendía, constituía la unión entre los aspectos somáticos y los aspectos conductuales. Actuar sobre las imágenes significaba entonces intervenir en el comportamiento humano individual y colectivo… Ante mis ojos se abría un horizonte vastísimo de investigación y de experiencias.

Fue así que comencé a pensar que Silo era un hombre especial. Y me dije que para él valía lo que Alcibíades había dicho de su maestro Sócrates en el encomio que Platón reproduce en uno de sus diálogos más bellos, el Simposio. Así como Sócrates escondía una gran belleza interior detrás de un aspecto satírico, Silo, detrás de su aspecto burgués y poco llamativo, guardaba una audacia intelectual y un empuje revolucionario que jamás había encontrado en ningún líder político ni gurú a la moda que había conocido. Debo además agregar que con el tiempo se me hizo claro que el aspecto exterior y el estilo de vida de Silo eran una elección estratégica: se trataba, por un lado, de un acto de mimetismo que lo protegía, haciéndolo poco visible en una sociedad un poco provinciana y conservadora, y por otro lado era una forma de acercase al hombre común, al hombre medio que era el destinatario de su mensaje.

Pero las contribuciones originales de Silo no se han limitado al campo de la psicología. Con el pasar de los años Silo, ha producido trabajos pioneros en el ámbito de la historiografía, la sociología, la política y la religión, que han tocado prácticamente todos los aspectos fundamentales del comportamiento humano. A través de estas obras, Silo ha ido delineando una nueva concepción del ser humano y un proyecto político universal, una nueva Utopía para el mundo globalizado en el que ya vivimos y que él anunció con inusitada anticipación.

No voy a hacer aquí un análisis de las obras de Silo, sino que me limitaré a considerar los aspectos más profundamente innovadores que caracterizan a algunas de ellas.

En el ensayo que lleva por título Discusiones historiológicas, dedicado al análisis de los problemas aún no resueltos en el campo de la filosofía de la historia, Silo retoma el hilo de la discusión que Heidegger habían comenzado sobre la imposibilidad de trazar algún discurso histórico sin antes haber aclarado qué debe entenderse por “temporalidad”, sin antes haber aclarado (para decirlo con palabras menos precisas pero más simples) cuál es el funcionamiento temporal de la conciencia humana y en qué modo ese funcionamiento se relaciona con el tiempo externo, es decir, con el mundo, con los hechos externos a la conciencia. Siguiendo el pensamiento de Heidegger y del maestro de éste, Husserl, Silo encuentra la raíz de la dinámica histórica en la temporalidad intrínseca de la conciencia humana, en la tensión constante de la conciencia a futurizar, a proyectar. Pero retomando una intuición de Ortega y Gasset, Silo ve en las distintas generaciones —a las que se corresponden diferentes tiempos mentales y diferentes paisajes culturales— la encarnación de tal dinámica. La historia se hace en la dialéctica entre generaciones. También en la historia prevalece el futuro — los proyectos humanos chocan con la realidad existente— y así, hacer historia, es ante todo hacer historia del futuro; es decir, historia de los proyectos humanos que intentan transformar el presente. Ya este enfoque, que supera el famoso debate de los años sesenta entre Sartre y los estructuralistas sobre el significado y la inteligibilidad de la historia humana, otorgaría a Silo un lugar de todo respeto en el panorama actual, de por sí no muy brillante, de la filosofía de la historia.

Otra contribución muy original y fecunda de Silo a las ciencias de la historia —una contribución que es al mismo tiempo un proyecto cultural y político— es la nueva interpretación que él da del concepto de humanismo. En el significado histórico común, por humanismo se entiende un fenómeno cultural propio de Occidente y ligado a un período histórico y a un lugar precisos: primero en Italia y luego en toda Europa Occidental durante la época del Renacimiento. El humanismo coloca al hombre y su dignidad en el centro de todo, lo considera el valor supremo en contraposición a la desvalorización efectuada por el Medioevo cristiano. Con el humanismo renacentista, la civilización occidental sufre una transformación de raíz que la hará diferente a todas las demás civilizaciones tradicionales. Pero para Silo el humanismo no es un fenómeno solamente europeo: el humanismo está presente, en algunos momentos históricos precisos, en todas las grandes civilizaciones humanas. Ciertamente se lo llamaba de otro modo porque otros eran los contextos culturales en los que se manifestaba. Pero el humanismo se reconoce siempre gracias a algunos indicadores fundamentales. Estos son: la importancia y centralidad que se da al ser humano, a su dignidad y libertad, al trabajo por la paz y al repudio de la violencia, a la igualdad entre todos los seres humanos, al respeto por las distintas creencias y costumbres, y al desarrollo de la ciencia. Precisamente porque se manifiesta en todas las culturas en sus momentos cumbre, para Silo el humanismo, mejor dicho un Nuevo Humanismo Universal del que se hace promotor, puede dar una respuesta al enfrentamiento entre culturas que se está produciendo en un mundo unificado forzadamente por los medios masivos de comunicación, pero profundamente dividido en lo que respecta a creencias religiosas, valores y estilos de vida; un mundo en el que se insinúa nuevamente el espectro del fundamentalismo y de las guerras de religión.

En este mundo que ha perdido el sentido del futuro, el sentido del proyecto, que mira con angustia la llegada del nuevo milenio, Silo propone la Gran Utopía para el 2000: la creación de la Nación Humana Universal que incluya a todos y cada uno de los pueblos del planeta a nivel de paridad, pero sin destruir su especificidad cultural. Y propone además la Humanización de la Tierra; es decir, la desaparición progresiva del dolor físico y del sufrimiento mental gracias a los avances de la ciencia, a una sociedad más justa e igualitaria que elimine toda forma de violencia y discriminación, y a la reconquista del sentido de la vida. Con este proyecto dirigido a la humanidad toda, Silo se coloca entre los grandes utopistas modernos, como Giordano Bruno, Tomás Moro, Campanella, Owen, Fourier y el mismo Marx. Aquí utopía —que significa lugar que no existe— representa una imagen, un proyecto que guía y organiza el presente y lo arrastra hacia el futuro. Es un proyecto lanzado a las nuevas generaciones y que tendrá que encontrar aquí, en América Latina uno de sus centros propulsores.

Decía que con sus obras, Silo ha ido construyendo una nueva imagen del ser humano en contraposición a la imagen hoy dominante. Y esta es la misma labor que desarrollaron los primeros humanistas del Renacimiento italiano, como Pico de la Mirándola. Para luchar contra el cristianismo medieval que colocaba al Hombre en la dimensión del pecado y del dolor, que lo concebía como a un ser que no puede hacer otra cosa que aspirar al perdón de un Dios lejano, los primeros humanistas propusieron la imagen de un ser consciente de la propia dignidad y libertad, que tiene fe en su capacidad de transformar el mundo y de construir su propio destino. La imagen moderna de ser humano, la que nos propone el racionalismo científico y en la cual casi todos en Occidente creemos en mayor o menor medida, es sólo aparentemente más positiva que la imagen que ofrecía el Cristianismo medieval. El dios cristiano ha sido reemplazado por un dios mucho más oscuro y enigmático: la casualidad, es decir el dios de lo fortuito. El ser humano ha sido reducido a mera dimensión zoológica y ahora es un mono sin pelos que ha ido evolucionando durante millones de años por efecto del ambiente y de las mutaciones casuales. Incluso más: es una máquina biológica, es decir una cosa determinada por su conformación química —el patrimonio genético— y por los estímulos que le llegan del ambiente circundante. En esta dimensión —la dimensión de la cosa— no hay espacio para la libertad y la elección, para la construcción intencional de un futuro, y la vida pierde significado, tranformándose en una carrera absurda hacia la muerte.

Para Silo, el ser humano es un ser histórico y social, y la dimensión que le es más propia no es la biológica sino la de la libertad. Para Silo, la conciencia humana no es un reflejo pasivo del mundo natural, sino actividad intencional, actividad incesante de interpretación y reconstrucción del mundo natural y social. Si bien participa del mundo natural en cuando posee un cuerpo, el ser humano no tiene una naturaleza, una esencia definida como todos los otros seres naturales: no es sólo pasado, es decir, algo dado, construido, terminado. El ser humano es futuro, es un proyecto de transformación de la naturaleza, de la sociedad y de sí mismo. Contra todo determinismo, contra todo dogma que congele y bloquee el desarrollo de la humanidad, Silo retoma esa línea filosófica que, a través de la idea central de libertad humana, en Occidente va desde Pico de la Mirándola hasta Sartre, la revitaliza y la transforma en un proyecto cultural y político: el Movimiento Humanista.

Llegado a este punto, se podría creer que la dimensión religiosa fuera extraña al pensamiento de Silo. En realidad es verdad lo contrario: la búsqueda del sentido de la vida, de la trascendencia en contraposición al absurdo de la muerte encuentran un lugar central en su obra. Sin embargo, como Buda, Silo no le pide a nadie que crea por fe en sus ideas sobre lo divino, ni pretende proponer una nueva religión con ritos y dogmas. Él ofrece vías, experiencias, para que cada uno pueda probar por sí mismo la veracidad o la utilidad de lo que dice. A mi entender, las disciplinas transformadoras —como, por ejemplo, la Meditación trascendental— que son vías experimentales para acercarse a un nivel de conciencia superior, constituyen la parte más extraordinaria y profunda de toda su obra. Siempre a esta temática se refieren dos de sus escritos más bellos. El primero, La muerte, una lección que dio en Canarias en 1976, analiza —ateniéndose a un riguroso proceso racional que en Occidente encuentra un único precedente en Epicuro— la raíz ilusoria del miedo a la muerte. El otro, El sentido de la vida, un discurso pronunciado en Ciudad de Méjico en 1980, describe detalladamente las distintas posiciones que se pueden asumir frente al sentido de la vida y la trascendencia. En ese discurso, a pesar de declarar su fe inconmovible en que la muerte no detiene a la existencia, sino que es sólo un paso hacia la trascendencia inmortal, Silo proclama para todos la libertad de creer o no creer en Dios y en la inmortalidad.

Es por todo lo dicho hasta aquí que considero a Silo un hombre muy especial, es más, único. Me atrevo a decir que en una cultura como la latinoamericana, que ha producido grandes revolucionarios, grandes escritores, grandes artistas, Silo es el único pensador de dimensión mundial.

Pero estoy seguro de que, a estas alturas, algunos estarán diciendo para sus adentros: Sí, pero ¿quién es Silo en la esfera privada? Es muy sabido que hombres que han sido grandes en sus campos de acción y que tal vez han ayudado a cambiar la faz del mundo, se han demostrado bastante pequeños en el ámbito de los afectos, de la amistad, y en general de las relaciones humanas. Y también se sabe que, como se decía de Napoleón, ningún hombre es grande para su mayordomo, que le conoce el lado oscuro, las debilidades, los tics que emergen sólo con el tiempo y la familiaridad. Y entonces, ¿cómo es Silo de cerca, para ti, que has sido su discípulo, colaborador y amigo por tanto tiempo?

Debo decir que uno de los aspectos que más aprecio del carácter de Silo es su sentido del humor, su capacidad de captar el lado cómico o grotesco de las situaciones y de las personas. Una cualidad que descoloca a cuantos se acercan a él creyendo que un gran pensador debe ser una persona con el ceño fruncido, distante y aburrida. Silo es capaz de juguetear y de reírse como un niño, de maravillarse continuamente de la gran comedia humana. Pero la suya no es una risa distante, de superioridad respecto a las infinitas estupideces con las que está tejida la vida de todos los hombres, grandes y pequeños. Esa risa va acompañando, como dos caras de la misma moneda, la paciencia y compasión con la cuales mira a la miseria y a la grandeza de la condición humana. Porqué Silo es, a mi parecer, sobre todo un hombre bueno. La bondad es para mí su cualidad más grande. ¿Qué más decir?

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Solamente esto. Ultimamente y a pesar de nuestra larga familiaridad, me ha ido surgiendo cada vez con mayor fuerza la pregunta: ¿quién es verdaderamente Silo? Entonces, para encontrar una respuesta, he seguido el consejo que él mismo me dio cuando yo buscaba respuestas a preguntas importantes sobre mi vida. He lanzado la pregunta a lo más profundo de mi conciencia y he esperado la respuesta. Que ha sido esta: Silo es un guía, un iniciado, alguien que posee una llave para abrir la puerta del mundo del espíritu.”

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